Publicado en la Revista Literaria Pluma y Tintero, nº 30, mayo-junio de 2015, Madrid.
ISSN: 2171-8288
La felicidad se había convertido para Aurora en el sinsentido de una vida que la mala suerte accedió a prestarle. El silencio nunca había estado tan presente en la estancia como lo estaba aquella mañana en la que a la hermana Francisca no le salían las palabras necesarias para explicar el por qué de tan ilógica situación. No había razón alguna por la que no mirar con tristeza e impotencia la cara de Aurora, en aquel momento hinchada a causa de los moratones y rasguños a lo largo y ancho de su rostro. Eran tiempos horribles instalados en una sociedad destrozada y sin rumbo como había hecho de ella la posguerra en un intento por sobrevivir de la etapa más dura del franquismo en España. Cuánto tiempo habría que aguantar o el intento de remediar por sí sola esta situación eran argumentos sin cabida en los consejos a su ahora compañera y dueña de la casa.
Aurora entre lágrimas
suplicaba su confesión por parte de Sor Francisca fruto de su absurdo
pensamiento de culpabilidad, pero esta se negaba al conocer el panorama por el
cual la muchacha de tan solo treinta y dos años estaba soportando. Tan solo era
oportuno el apoyo emocional que la brindaba y esa compañía a una persona tan
vacía por dentro que no había remedio de no vérselo reflejado en esos bonitos
ojos azules, ahora tan apagados como la viejas brasas de un hoguera consumida
desde hacía años.
Ella contrajo
matrimonio con tan solo veinte años de edad con Pedro, que por aquellos años había cumplido
los treinta y uno, aún así la edad no importaba si los padres de la novia veían
en su futuro yerno un hombre estable con principios y trabajador que haría
posible que a su hija no le faltase de nada. Era uno de los muchos matrimonios infelices
llevados a cabo bajo la presión hacia la novia por parte de su propia familia y
la estabilidad que proporcionaba para la imagen del marido. Aunque un tanto
extrema era de esas alternativas con posibilidades de salir de aquellos oscuros
años de pobreza y de tanta necesidad. Aún así era de esperar que el amor en
aquella relación no consiguiese calar muy hondo e hicieron falta cinco años más
para ver la decadencia en los ojos de Aurora. Las palizas habían sido
ininterrumpidas a lo largo de siete años las cuales se sucedían a cualquier
hora y en cualquier sitio. Forzada a mantener relaciones sexuales y las vejaciones
eran su día a día, algo de lo que nunca podía escapar. ¿Y de la sociedad de aquella época que se podía decir? Rumores,
malas miradas y hasta marginalidad injusta hacia una mujer sin el amparo ni la
protección de nadie. Aurora no dejaba de excusarse por los pensamientos impuros
que había estado teniendo durante varias semanas sobre como poner fin a dicha barbaridad,
a lo que contestó sor Francisca que ningún pensamiento o acto en defensa propia
era comparable a aquella atrocidad hacia un alma exento de culpa.
La visita no podía
durar mucho tiempo, ya que Aurora debía de salir a hacer un recado importante y
debería estar en casa antes de la llegada de su marido. Tras la marcha de la
monja la casa volvió a ser tan oscura como lo había sido durante varios años y
junto al silencio que emanaba de los rincones de la casa, tan solo se oían las
cremas y el maquillaje, el cual ella trataba de ponerse para ocultar las
heridas de los ojos de la gente que pudiera verla por la calle. El trayecto la
llevó hasta los suburbios más alejados del centro de Madrid, barrios obreros en
plena reconstrucción después de la guerra y plagados de marginalidad y pobreza
extrema. Aguardaba a su contacto en un callejón apartado de las zonas más transitadas
y donde no pudieran verla, esperaba una entrega importante y aquella
oportunidad no pensaba desaprovecharla por muchas vueltas que le diese a la
cabeza.
Tras la vuelta a casa
la comida estaba preparada y servida sobre la mesa del comedor, donde Pedro prefería
comer mientras oía la radio antes que mantener una simple conversación con su
mujer antes de volver de nuevo al trabajo. El marido no articuló palabra alguna
a su llegada a casa, debido principalmente al enfado que mantenía del día
anterior y con la que se produjo aquella brutal paliza. Aurora, sin embargo,
pronunció un débil saludo sin apenas ser correspondido. El marido se limitó a
sentarse en la silla y empezar a comer sin pausa alguna. Ella, por su parte, lo
miraba en silencio desde un lado de la mesa haciendo como si de verdad importase
algo lo que la radio decía de la actualidad del país. Unos minutos más tarde Pedro
parecía carraspear demasiado con las lentejas servidas por su mujer, y eso mismo
lo hacía constar con ofensivas palabras. Un instante después dejó de comer y
agarrándose a su propio pecho notaba como le era imposible respirar hasta que
cayó desplomado de su asiento fruto de un paro cardíaco. El cuerpo tendido en
el suelo contrastaba con la frialdad de Aurora aun sentada en la silla
mirándolo mientras en la radio cambiaban a la crónica de deportes de la cadena
SER que tanto le gustaba a su marido. Lentamente se levantó de su silla y
acercándose a la radio puso la emisora nacional. Justo en ese momento sintonizó
los pasodobles que tanto le gustaba oír a Aurora. Al mismo tiempo se volvió a
sentar para comerse su correspondiente plato de lentejas que había preparado
para ambos, esta vez dejando apartado a un lado el de su marido. Media hora
después llamó a las autoridades informando el haber encontrado a su marido
muerto en el salón de la casa. La verdad de todo esto es que Aurora había
esperado a su contacto en el barrio de Carabanchel Bajo para comprar una dosis de
Aconitina, un veneno desarrollado por los soviéticos en la década de los
treinta que mataba al instante a un individuo sin dejar ningún tipo de rastro
mediante una parálisis respiratoria hasta rematar con un paro cardíaco. El
velatorio y más tarde el funeral fueron trámites por los cuales no hubo más
remedio que pasar a la hora de hacer el paripé para que nadie sospechara de su
autoría, sin embargo, con treinta y dos años su vida ya hacía tiempo que se
convirtió en una pesadez sin intención de dejarla dormir tranquilamente para el
resto de su vida, pero al menos destruyó aquello que hacía más imposible su
existencia.
Fueron unos meses más
tarde cuando los remordimientos no pudieron contenerse más en su interior. Una
noche lluviosa y fría los golpes insistentes se sucedían en los portones del
convento de Don Juan de Alarcón, cercano al centro de la ciudad. Fue la madre
Angustias la encargada de abrir la puerta apresurada por los continuos golpes. Las
integrantes de la orden de las Mercedarias Descalzas, arremolinadas por la
expectación causada, fueron quienes vieron a una joven totalmente empapada
hundida en su propio llanto. Aurora buscaba el refugio en las paredes de ese
convento de los recuerdos que no había podido borrar de una vida entera, un
corazón destrozado que no pudo recomponerse a tiempo y que la sociedad de aquel
entonces hacía más difícil ser capaz de llevar una vida normal.
Al fin se cansó de
llorar y a todo hombre se negó de por vida. Sus lágrimas de dolor y de miedo
pasaron a convertirse en una paz interior, a pesar de haber condenado a su
corazón a una soledad eterna.
Son
los cobardes los que cortan las débiles alas del amor.