jueves, 17 de noviembre de 2011

Desde el Firmamento

       Desde que recibió aquel mensaje del Emperador no hizo más que preguntase si no se equivocaría al ir. Un mensaje oficial no lo tiene cualquiera, y menos si viene de la propia Roma. Ya había tenido bastante con el trayecto desde tierras cercanas al Rhenus, y nada le quitaba más el sueño que recordar cada momento de esa dura batalla. El Emperador era la persona más admirada por él, y el día de hoy sería especial.
       Cinco équites escoltaban al general durante el largo viaje hasta el lugar donde se fijó dicha reunión. Una villa inmensa, rodeada por campos cultivados de vid, a las afueras de Roma. En la entrada la guardia pretoriana esperaba, y tras él caminaba un séquito de sirvientes, soldados y familiares. En la puerta, un pretoriano ordenó que se despojase de cualquier armadura o arma que pudiera portar. Entró por aquel portón que ascendía por encima, incluso el doble de su altura. Un atrium rodeado de columnas se sucedía tras cada paso que daba al frente.
       La toga blanca cubría el viejo cuerpo de un hombre sabio. Caminaba pensativo, con la mirada perdida al suelo, lo que reflejaba la sabiduría de los años vividos.

    — Mis felicitaciones, general. No acostumbro a conceder tales entrevistas y en lugares tan 
inhóspitos dijo el Emperador, mientras caminaba acariciando la piedra pulida de las columnas.
    — El honor es mío, Emperador. He de agradecerle honrarme con su presencia, la cual no había tenido la ocasión de disfrutar- contestó Lucius enormemente ilusionado.
    — Tranquilo, eso me dicen todos los generales que veo guerra tras guerra, y que lo único que piensan es en fornicar con sus rameras todo el día. Sólo soy un viejo emperador con el mismo miedo de un soldado, de una prostituta o de un esclavo, que no es otro que el de morir. ¿Pero dime, cómo te llamas, general?.
     — Lucius, señor… .
    — Bien, Lucius. Te preguntarás cual es el motivo de mi mensaje, y no era más que el de conocer al guerrero que ha hecho caer un imperio con sus propias manos. Sería fácil rememorar batallas antiguas: las guerras contra Cartago, la conquista de la Dacia, o la grandeza con la que honramos a Julio César por las batallas que llevó a cabo en la Galia. Sin embargo, tú, Lucius, general de mis legiones, has conseguido más lo que ningún dios podría haber conseguido.
     — Permítame preguntarle de que me está hablando preguntó el general con cierta intriga.
    — Sencillo, soldado. Tus hombros cargaron con el peso de legiones enteras, tus piernas recorrieron ese largo camino hasta la batalla, pero tus manos cargaron con esa gladius que hizo caer el más grande de los Imperios. Conquistaste lo que pocos son capaces de conquistar y dominaste cada batalla con dureza, incluso me llegaron noticias de que cabalgaste sobre el cuerpo cubierto de sangre de su rey, y que atrajiste a su mujer con el bello aroma de la valentía. Ni mi persona como emperador, ni la mínima figura de un Dios puede compararse con la fuerza que encierras en tu interior, y que es capaz de derrotar al poder del mismísimo Mercurio. Honrado debería estar yo por la presencia que la que me brindas.
     — Se lo agradezco enormemente. La gloria se otorga a unos pocos, pero he de decir que mi armadura podía sentir el roce de la suave brisa de la gloria.
     — ¿Y por qué no darte la oportunidad de llenar tu interior de una gloria que te persiga hasta la eternidad?
     — ¿A qué se refiere?
     — Algo que te ate hasta la eternidad, alejado de este mundo infeliz lleno de mortales, esperando a que la ambición y la envidia penetren en tu interior y te destruyan como a muchos les ha ocurrido. Permite a tu cuerpo volar hacia la gloria, deja a los dioses gozar de tu presencia. Conviértete en la deidad que todos soñamos ser y que a muy pocos se les otorga tal concepción. Siente que has cumplido en vida. Prueba el dulce sabor de la grandeza que aún así se queda pequeño con cada uno de tus pasos.
     — Entonces, si es así, con los pies clavados en la villa que me dio la vida, acompañado de los míos he de cerrar este capítulo… aceptó el soldado.
       Lucius cayó arrodillado en el suelo mientras sentía que algo agradable recorría su cuerpo. El emperador se acercó lentamente hasta él y posó su mano sobre su cabeza:

     — Qué Júpiter te guíe por el firmamento, y que cada uno de los que están aquí puedan admirarte cuando la noche ilumine los cielos. 


Ad astra...








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